lunes, 29 de agosto de 2011

CUANDO HICIMOS NUESTRO EL FUTBOL


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  1. CUANDO HICIMOS NUESTRO EL FUTBOL
    Petronilo Amaya
    Yo, como muchos, desde los años mozos disfruto el futbol; allá en Coneto de Comonfort, mi pueblo, el casco de una presa seca nos servía de estadio. Nos echábamos la pinta de la escuela y allá íbamos a dar los Jurado Díaz, los Soria, los Amaya, los Cardoza, los Pérez, los Díaz…las “cascaritas” eran de media mañana…a veces llegaban los papás a buscarnos y había que correr, porque si lo alcanzaban a uno le sonaban fuerte, mejor llegar a casa y que la mamá le jalara las orejas…mejor a que te dieran con un varejón de palo blanco.
    Fueron los Jurado quienes llevaron esa magia, nos enseñaron lo básico, lo demás lo aprendimos a golpe de patadas.
    Aquellos primos citadinos también llevaron escudos y posters de jugadores y equipos; yo, visionario, escogí el de moda en esos ayeres, nada más porque me gustaba el cielo y el Cruz Azul lo compendiaba bien.
    Nuestra cancha era un terreno arenoso donde el balón no se deslizaba tan veloz como queríamos, pero a cambio, de puro gusto intentábamos jugadas domingueras: palomitas, y chilenas nunca faltaban. El escorpión todavía no lo inventaba Higuita ni la cuauhtemicnha Blanco, pero nosotros las intentábamos.
    Sin uniformes, el equipo que recibía el primer gol se quitaba la camisa, y cuando llovía, aquello era una fiesta: empapados disfrutábamos más cada jugada. Los gritos y risas dominaban. No sabíamos de árbitros, pero aprendimos a respetar las reglas: a los cinco goles, cambio de porterías (formadas por unas piedras, a siete pasos cada una) y cuando había dudas si era gol o poste o travesaño, los capitanes lo definían con alto grado de juego limpio que ya quisieran muchos, en lo profesional.
    Era el puro juego, el gusto de ganar, la gloria de ser el mejor, el placer de competir. No había gradas, pero no hacían falta. El público eran algunos mineros que salían de sus chambas y los papás que nos buscaban, y viendo que no había maldad en aquella aventura, se arrimaban a alguna peña o a la sombra de algún árbol para desde ahí contemplar el partido: ganamos esa vez.
    Pero los aplausos los escuchamos todos: fue la primera ovación que recibimos, y nos gustó…
    Al día siguiente se repitió el juego con más entusiasmo y más visores: maestros, alumnos y nuestros papás testificaban el correr tras el balón. También estaban ahí el párroco, los policías y la H. autoridad: José Pérez, el Presidente municipal. Fue como un ballet ya más dominado, íbamos y veníamos, desbordábamos, fauleábamos, borrábamos la raya sobre la arena y la volvíamos a marcar. Muy cerrada la batalla, a mi primo Chuy Jurado –fanático cual pocos y muy inspirado ese día- le tocó darnos mate: su gol, explicó: “pasó lamiendo el poste”.
    Y si nosotros andábamos inventando “el juego del hombre” –como lo llamaría el cronista Ángel Fernández muchos años después- afuera de la cancha, nuestros familiares y amigos ingeniaban porras y festejos, porque en el futbol la reinvención es lo común.
    Perdimos. Hubo un poco de tristeza, pero ya vendría la revancha. Que en el juego, como en la vida, tarde que temprano llega.

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